En la oscuridad, la niñita llamó a su madre; la luna iluminaba su diminuta silueta.
Las dos habían salido de su casa en Venezuela una semana antes, con destino a Estados Unidos. Para lograrlo, tendrían que atravesar una selva bestial llamada el Darién.
Y en el caos de la jornada, la niña había perdido a su único progenitor.
Para espantar el miedo, Sarah Cuauro, de apenas 6 años, empezó a cantar. “La gloria de Dios, gigante y sagrada”, esbozó con voz quebrada entre lágrimas. “Me carga en sus brazos”.
Durante décadas, el Darién se consideraba tan peligroso que solo unos cuantos miles se atrevían a cruzarlo cada año. Hoy, es un embotellamiento.
La enorme avalancha de migrantes a través del Darién está alimentando un creciente problema político en Estados Unidos, donde este año se ha detenido a más de 2,3 millones de personas en la frontera sur, un aumento sin precedentes que ha ejercido una intensa presión sobre el presidente Joe Biden para que detenga el flujo.
Las personas que cruzan el Darién este año son en su inmensa mayoría venezolanas, muchas de ellas desgastadas por años de calamidad económica.
Al menos 33.000 de las personas que han hecho el viaje este año son niños.
Algunas personas que migran proceden de familias extremadamente pobres. Pero muchas, como Sarah y su madre, Dayry Alexandra Cuauro, fueron alguna vez de clase media, y ahora, empujadas a la desesperación por la ruina financiera de su país, han decidido arriesgar sus vidas en la selva.
“Las cosas han ido de mal en peor”, dijo Cuauro, de 36 años, quien era abogada en Venezuela. “Decidí tomar esta travesía por el futuro de mi hija”.
Para comprender lo que impulsa este viaje que tantos emprenden, dos periodistas de The New York Times hicieron la ruta completa en septiembre y octubre y entrevistaron migrantes, guías, agentes de seguridad, líderes comunitarios, funcionarios y trabajadores dedicados a la asistencia humanitaria.
La decisión de una madre
La ruta del Darién no fue la primera alternativa de Cuauro, ni siquiera la segunda. Creció en Punto Fijo y había vivido en los últimos años una escasez extrema de alimentos, la hiperinflación y el colapso de casi todas las instituciones estatales de Venezuela.
A principios de este año, ella y Sarah ya habían cruzado el desierto de Atacama para llegar a Chile a pie, con la idea de construirse una vida en un nuevo país. Pero pronto se dio cuenta de que no podía ganarse la vida como cajera y conductora de taxi.
Al volver a Venezuela, consideró solicitar una visa de turista para Estados Unidos, pero se enteró de que no había citas disponibles hasta 2024.
Consideró volar a México y entregarse en la frontera para solicitar asilo, pero descubrió que México ahora exige que los venezolanos tengan visa para ingresar a su territorio y es el último de una serie de países en el camino hacia Estados Unidos que recientemente han empezado a imponer este tipo de regulaciones.
Tomó una decisión: ella y Sarah irían por la selva. En Venezuela vendieron todo, incluso su árbol de Navidad de plástico, y partieron en un autobús con sus pasaportes, 820 dólares en efectivo y la bendición de la madre de Cuauro.
“Por el camino”, le había prometido Dayry Alexandra Cuauro a su hija, “vas a conseguir ángeles”.
Empieza una travesía
El Darién solía ser una de las selvas más prístinas del mundo. Algunas de sus secciones eran tan impenetrables que cuando los ingenieros construyeron la carretera panamericana en la década de 1930 para unir Alaska con Argentina, solo les quedó un tramo de importancia sin completar: un pedazo de 106 kilómetros sin caminos llamado el Tapón del Darién.
En la actualidad, el camino más común para atravesar el Darién comienza en la ciudad costera colombiana de Capurganá, donde Sarah y su madre se subieron a un muelle repleto de otros emigrantes desde lanchas que anunciaban un “turismo responsable”.
Unos hombres de una cooperativa recién formada, Asotracap, condujeron al grupo a un complejo amurallado donde les explicaron que les asignarían guías que los conducirían los primeros días a la selva por una cuota de 50 a 150 dólares por cabeza.
Darwin García, representante de Asotracap, dijo que la cooperativa se había creado para compensar las pérdidas de ganancias turísticas en medio de la oleada de migrantes, y para evitar que la gente muera en la caminata.
“Esto no es un negocio”, insistió. “Es un trabajo humanitario”.
Unos guardias bloqueaban la única salida.
Sarah y su madre se habían unido a un grupo de otras nueve personas. Juntas, entregaron 1200 dólares.
Los primeros días los llevaron a subir un puñado de colinas en una parte del bosque habitada por pequeñas comunidades. En los últimos meses, algunas habían construido campamentos rudimentarios para atender a los emigrantes y les cobraban por montar una carpa o comprar comida.
En el segundo día de su viaje por la selva, Sarah y su madre pasaron un conjunto de árboles que escondían un cuerpo en descomposición en una tienda de campaña; la persona había muerto por causas desconocidas.
El tercer día, llegaron a un río, donde los lugareños cobraban 10 dólares por un cruce en barco que duraba 90 segundos.
El cuarto día, acamparon en un pueblo donde los vecinos rodearon el campamento de migrantes con alambre y cobraban 20 dólares por persona para salir.
Y esa cuarta mañana, justo antes de llegar a la empinada montaña cubierta de barro conocida como la Loma de la Muerte, Sarah y su madre se separaron.
La separación
La mañana en que Sarah y su madre debían subir la Loma de la Muerte, Cuauro le había pedido a un amigo que conoció en la ruta, Ángel García, de 42 años, que le ayudara a llevar a su hija.
Casi tan pronto como salieron de Capurganá, las botas de Cuauro habían empezado a rozar su piel, y ahora tenía los pies tan ampollados y llenos de pus que apenas podía caminar.
García, quien había dejado a su hijo de seis años en casa, subió en sus hombros a Sarah, y seguido volteaba a buscar a su madre.
En algún momento, volteó y ella ya no estaba.
Mientras García sorteaba la montaña con su nueva carga, los dos se arrastraban a cuatro patas, teniendo dificultades con las raíces de los árboles y trepando sobre troncos caídos.
A su alrededor, algunos inmigrantes empezaban a desplomarse por el cansancio.
Esa noche, en un campamento sembrado de pañales sucios, botellas de plástico y ropa desechada, Sarah durmió en una carpa con García y dos de sus amigos. Los hombres la mimaron, le prestaron una camiseta y se voltearon cuando se cambió. Pero parecían aterrados por su nueva responsabilidad.
Por la mañana organizaron una reunión. No tenían idea de dónde estaba la mamá de Sarah o si estaba lastimada… o algo peor.
Les quedaba poco de comer y varios días más de caminata. Necesitaban llevar a Sarah al final de la ruta tan pronto como pudieran, ahí creían que habría autoridades que podrían ayudarla.
Empacaron su carpa. “¿Y mi mamá?”, preguntó Sarah, mirando a García.
“La vamos a ver en el camino”, dijo él.
Luego vinieron dos días de cruces de ríos, en los que el agua crecía rápidamente durante las numerosas tormentas repentinas de la selva.
García, que había perdido su ropa, su dinero y su pasaporte al cruzar otro río, cogió a Sarah de la mano y la subió a sus hombros. Cuando el agua le llegó a la barbilla, ella empezó a sentir pánico.
“Calma, mami”, le dijo él, “calma”.
Un momento de alegría
En el octavo día de su travesía por la selva, Sarah y García llegaron a un campamento en un pueblo que marcaba la penúltima de las paradas antes de terminar la caminata del Darién.
Las autoridades panameñas habían instalado un puesto de control migratorio para contar el número de personas que cruzaba la selva. Separaron a Sarah de García, la apartaron en un cuarto al fondo, junto con otros niños que habían perdido a sus padres.
Para entonces, Sarah llevaba tres días separada de su mamá. Pasaron las horas.
Y luego, de pronto, Cuauro apareció entrando a toda prisa en el cuarto. Todo el tiempo, ella había ido unas pocas horas detrás, tratando desesperadamente de seguir el ritmo.
Otras familias no habían tenido tanta suerte. Pocos días antes, una niña de 10 años llamada Helen se ahogó en un río de aguas rápidas al resbalarse de los brazos de su madre.
Unos días después, un niño de 6 años llamado Alexander también fue dado por muerto después de que el río se lo llevara.
Cuauro tenía los pies tan malheridos que batallaba para mantenerse en pie. “Perdóname”, lloraba mientras besaba el rostro de Sarah, sus brazos.
“No te dejé abandonada”, insistía. “Vine a buscarte”.
“Te escribo esto con lágrimas en los ojos”
Su alegría fue fugaz.
Como muchos venezolanos, Cuauro partió hacia el Darién creyendo que si lograba cruzar la selva y atravesar Centroamérica y México, Estados Unidos la dejaría entrar.
Como Washington no tiene relaciones con el gobierno en Caracas, no podía deportar a los venezolanos a su país. Y en los últimos meses, Estados Unidos había permitido que miles de venezolanos entraran al país y solicitaran asilo.
La voz se había corrido rápidamente, ayudando a impulsar una oleada masiva hacia la frontera. Ahora, la gestión de Biden tenía dificultades para hacer frente a una crisis humanitaria y política cada vez mayor.
Sarah y su madre salieron del Darién el 10 de octubre. Dos días después, el Departamento de Seguridad Nacional anunció que los venezolanos que llegaran a la frontera sur de Estados Unidos ya no podrían entrar al país.
Cuauro estaba destrozada. No tenía alguien que la apoyara. Para entonces, ella y Sarah habían tomado una serie de autobuses hasta Honduras. Habían utilizado todo su dinero.
Ahora en Tegucigalpa, la capital de Honduras, consideró sus opciones, sopesando en su mente el trauma de tratar de llegar a un país donde casi seguramente serían rechazadas. “Te escribo esto con lágrimas en los ojos”, dijo por mensaje de texto.
Iría a una oficina de migración a pedir ayuda para volver en avión a casa. “Me duele abandonar el sueño de vivir en un lugar tranquilo”, dijo. “Pero la situación me obliga”.
Inmediatamente después del anuncio de la nueva regla de entrada, los migrantes seguían saliendo del Darién a un ritmo de más de 4000 al día, un récord. Desde entonces, el número se ha reducido a unos 600, todavía 20 veces el promedio diario de hace unos años.
Cuauro y su hija terminaron en un refugio en Honduras con una decena de otros migrantes venezolanos. Allí, esperó a que su familia reuniera suficiente dinero para comprarles vuelos a casa.
Una hermana había llegado a Florida unos meses antes tras entregarse en la frontera, y le dijo a Cuauro que estaba apurándose por encontrar a alguien que las patrocinara para el nuevo programa de entrada, antes de que se llenaran todos los cupos.
Sarah, resfriada, se paseaba por el refugio con desgano.
Del viaje que había terminado allí —el lodo, los ríos, las aterradoras noches sin su mamá— dijo que recordaba “todo”.
Con información de New York Times