Caracas y el resto de las principales ciudades del país se han convertido en una enorme sala de experimentos en el que la gente pone a prueba su inventiva y capacidad de resistencia, en aras de hacerse de algún dinero que le permita mitigar el hambre propia y la de los suyos.
Es como si Dios fuera el productor de un gigantesco reality show en el que los perdedores no son consolados cuando pierden, sino simplemente condenados a una muerte lenta por inanición.
Bajo los puentes, en los cruces de calles o en plena acera, los barberos de inundan la vía pública con improvisados puestos de trabajo en los que atienden a clientes y sortean la crisis.
A la luz del sol o a la sombra recatada de un árbol, los peluqueros ofrecen sus servicios. Algunos, montan una mesa plegable frente a una silla de barbero ya ajada.
Otros, han avanzado junto a sus compañeros y han adaptado bajo el viaducto de la avenida Fuerzas Armadas, en Caracas, un improvisado salón de belleza en el que no faltan espejos, banquetas para esperar tu turno ni tampoco la música de rigor de una peluquería.
El precio es notablemente inferior al de cualquier comercio convencional en el que deben pagar el alquiler de la butaca o dar un porcentaje de sus ganancias al dueño. Un lujo que no se pueden permitir.