El reloj marcaba las 2:00 de la tarde del viernes 29 de marzo. Otro resonador apagón nacional envolvía la poca tranquilidad que queda en el día a día de la gente. Con ello lidiaba una joven de 24 años de edad, a quien se le sumaba otro gran dolor, pero para ella este era gratificante porque anunciaba la llegada de su tercer bebé.
Nueve meses de embarazo o un poco más, recordaba la joven en su memoria esa tarde; una tarde donde recorrió adolorida varios laboratorios para realizarse un ecograma y así poder ingresar a un centro médico. La realidad era abismal: no había electricidad, no había laboratorios abiertos, no hubo un último “eco”.
Así, resignada, pero con la ilusión de tener a su bebé en brazos, volvió a su casa. Tomó un bolsito, poca ropa, acompañada de una vecina y a la espera de su pareja que estaba en Colombia, caminó más de 20 cuadras hasta llegar a la maternidad Dr. Ernesto Che Guevara, en la parroquia José Domingo Rus, del municipio San Francisco.
Allí, en la recién inaugurada infraestructura la joven fue recibida. Su anhelo por ver llegar a su niña en medio del caos que se palpaba, que era latente, la llevó a caminar más de una hora. Nadie le dio el “aventón”. Como digna venezolana la guerreó.
Afortunadamente, y a diferencia de otros centros de salud, no hubo exigencias de insumos. Solo dos cosas limitaban su proceso de parto: el último “eco”, dos botellones con agua y dilatar hasta 10, tal cual manifestaron los galenos. El minutero había dado varias vueltas y ya anunciaba las 6:00 de la tarde.
La muchacha fue devuelta a su casa. Los centímetros de dilatación no estaban. Volver a las 11:00 de la noche era su cita con los médicos, quienes con sus rostros cansados con la agotadora guardia, esperarían por ella para traer al mundo a un nuevo ser… Más de 7 niños fueron recibidos ese día.
Los minutos y las horas transcurrían. La embarazada no pudo llegar a las 11:00 p.m. como estaba establecido. Los dolores cada vez eran más fuertes. La mantenían impregnada en una silla de hierro, donde se retorcía del dolor.
La 1:00 de la madrugada del sábado llegaba y con ello la ayuda de un vecino. El joven muchacho, funcionario policial, sacó su vehículo con el nombre de Dios en la boca, la gasolina era una limitante y quedarse en el camino complicaría aún más la odisea de la embarazada.
El objetivo fue logrado. Envuelta por el dolor la fémina volvió al Che. Las horas de la madrugada del sábado también transcurrían. La dilatación iba por 7, según los médicos, quienes se negaban a ingresarla así.
El proceso de parto se volvió complicado. 11 horas llevaba en busca de dar a luz. Luego nueve horas de esperas se sumaron a un nuevo día en el que no era atendida. Regresar a su casa por segunda vez fue la exigencia de los médicos. Tal cual pelota de ping pong era tratada la mujer.
A las 2:00 de la tarde del sábado 30 de marzo, exactamente 24 horas en un proceso de parto, volvió la angustiada mujer en busca de ayuda. Su parto estaba en riesgo, el bebé podía fallecer en busca de ayuda.
La hora para ser atendida llegaba, pero con ella una mala noticia: la batería de la planta eléctrica que surtía de electricidad la maternidad había sido robada en el transcurso de ese sábado.
El llanto corrió, la preocupación se aceleró al igual que el corazón que latía sin cesar. ¿En dónde parir? Se preguntaba una y otra vez. La respuesta era obvia, salir de la jurisdicción y buscar otro hospital. Enfrentar las calamidades que los envuelve.
“No hay insumos, no hay cupos, estamos colapsado”… Así respondió, con un tono amargo, una médico del Hospital Dr, Manuel Noriega Trigo, quien su vocación se vio oscura, así como el apagón que continuaba enfrascado en la región zuliana.
De parada en parada, como carrito por puesto, recorrió otros hospitales: “No hay insumos”, lo único que se escuchaba. El panorama no era nada alentador.
30 horas en busca de un lugar donde la atendieran se contabilizaron hasta que en la Maternidad de San Francisco fue recibido. No con los brazos abiertos, una pequeña lista de insumos, considera en comparación a otros hospitales, marcaban el inició para ser atendida.
Desde un yerco, guantes y gasas, fueron pedidos para un parto natural. Lo solicitado fue comprado.
El dolor continuaba no cesaba. La apariencia de la embarazada era preocupante: sudorosa, amarrillenta, y desvanecida era su realidad.
Con las pocas fuerzas que le quedaban se levantó de las sillas de la emergencia, donde le indicaron esperar para ser atendida, cuando su turno le tocara. Quién sabe a qué hora sería eso.
Arreguindada de las paredes y ya con la compañía de su madre y su pareja se sentó en las bancas de afuera de la emergencia. El dolor era inaguantable.
La joven abrió sus piernas, flexionó sus pies, y una contracción ocasionó lo que ella temía: su niña estaba saliendo, el sentir su cabecita anunciaba su llegada.
Los gritos desgarradores de la mujer, de su madre y su pareja, alertaron a los médicos de turno, quienes reaccionaron cuando vieron entrar a la joven cargada por varios hombres que esperaban respuestas de sus parientes.
Una camillas fue dispuesta para la embaraza que su niña casi afuera, dio un último empujón y trajo al mundo a su bebé, una hermosa niña de 3 kilos 200 gramos, cabellos azabache, tez trigeña y ojos azabache.
Gracias a la bendición de Dios, la inocente nació sana, a pesar del ruleteo que vivió su madre para traerla a este mundo; un mundo donde Edmary Isabella vivirá bajo los consejos de su madre Eudimary Rosario.
Fuente: Noticia al día