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El enclave indígena wayúu en uno de los barrios más peligrosos de Caracas

Nicsa González, de 53 años, recuerda la “bienvenida” que hace más de dos décadas le hicieron cuando llegó a la peligrosa barriada La Cota 905 en Caracas: “Me sacaron todas las cosas los malandros”, pero “después se hicieron amigos de nosotros porque no nos metemos con ellos (…) y pidieron disculpas”.

Nicsa pertenece a la etnia wayúu, el pueblo indígena más numeroso de Venezuela. Su familia fue una de las primeras de origen indígena en llegar a esta zona que ha estado marcada por la criminalidad.

Un familiar migró primero, luego llegó ella, después se sumó su hermana, las paisanas… y así comenzaron a poblar la montaña donde se ubica este barrio, aunque sus casas están en una zona casi rural, con caminerías de tierra y retirados del bululú urbano.

Los techos y paredes de las casas son láminas de zinc, muchas ya desgastadas, que se sostienen con pedazos de palos de madera sujetados con alambre.

El agua, como en muchas otras zonas de Caracas, llega una vez al mes. En la mayoría de las viviendas faltan las tuberías. Recientemente, la Cruz Roja donó un tanque, que alivia la precariedad. También está incentivando a las mujeres a cultivar la tierra.

La cifra no es precisa, pero se estima que unos 160 guajiros viven en esta montaña, adonde se trasladaron desde la Península de La Guajira, que comparten Colombia y Venezuela.

“La mayoría somos familia”, dice Nicsa a la Voz de América desde su vivienda, que tiene vista al cementerio más grande de Caracas.

Daniela González, sobrina de Nicsa, creció en este lugar. Llegó a los 9 años, hace 20 años, con su mamá, para mejorar la “economía” familiar.

Unos emigraron buscando una mejor “calidad de vida” y empleo. Muchos otros, desplazados por la criminalidad en su pueblo de origen.

No se puede vivir en sus pueblos

“Yo no quiero estar allá, no se puede vivir”, exclama Nicsa, que tiene casa en el estado Zulia (oeste), que le “regaló el presidente” fallecido Hugo Chávez, a quien recuerda con devoción.

“Allá donde me dieron mi casa hay sicarios (…) entonces, si nos ponemos a vender hielo o helados o chucherías frente a la casa llegan motorizados (que dicen) ‘ustedes señora tienen que pagar (…) vengo mañana’” a pedir dinero, y eso la atemoriza.

Pero la Cota 905 fue también por años escenario de violentos enfrentamientos y refugio de miembros de bandas criminales.

En 2021, por tres días, en la Cota 905 se vivió una batalla campal entre fuerzas especiales y criminales que operaban en el lugar. Uno de los cabecillas de estas bandas encabezó la lista de los delincuentes más buscados del país, Carlos Luis Revete, alias “El Koki”, abatido en febrero de 2022.

“Ayudaban a la comunidad” guajira, dice un poblador, en anonimato, sobre el cabecilla. “Cuando comenzó esta enfermedad de la pandemia, no teníamos nada, bajaron muchachos con cestas de comida (…) y decían ‘esto te lo mando Koki, repartirlo con tu gente”, recordó el hombre.

“Ahorita no hay malandros” en la zona, asegura Nicsa, que muestra un colorido chinchorro que tejió junto a su hermana.

La artesanía, tradición que sobrevive

La artesanía es una de las principales actividades de las mujeres wayúu. “Hacemos chinchorros, alpargatas, mantas (…) aquí están las máquinas en las manos de nosotros”, dice Nicsa al tiempo que mueve sus manos.

Carmen González, de 36 años, aprendió a tejer de niña con su abuela y se perfeccionó en un colegio en La Guajira. Hoy vive de eso … Sus principales clientes son funcionarias del Ministerio de Pueblos Indígenas.

Lamenta que “hay mujeres wayúu que no saben su artesanía (…) no saben hacer un tejido, un bordado”.

Wayuunaiki, la lengua “que no inculcan” a los niños wayúu

Jamaya piia” significa ¿cómo estás?: Nicsa salta emocionada ante la posibilidad de hablar a cámara en wayuunaiki, la lengua de los indígenas wayúu. Pero es de las pocas que lo hace con fluidez.

Con el alejamiento de sus pueblos, los más jóvenes han perdido ese ritmo, pues, alegan, su vida es en español. “Si me preguntas por mi idioma ya estoy raspada”, responde con humildad Daniela, que es promotora de los pueblos indígenas, a casi 950 kilómetros de distancia de donde es nativa.

“Mantenerlo cuesta. Es muy difícil para mí porque yo crecí aquí”, insiste. Pero está tratando de rescatar sus costumbres.

Muchos de los niños que viven en este lugar “entienden” wayuunaiki, pero no lo hablan. “Han crecido con los ‘criollos’, con los ‘caras pálidas’, como uno les dice” a las personas que no son de la comunidad indígena, “entonces se acostumbran” al español, agrega Daniela.

“No inculco a mis hijos con mi idioma porque de verdad van a tener problemas en el colegio. Le hablo lo básico”, reconoce Carmen, que tiene tres hijos pequeños de 6, 4 y 2 años. La esperanza es que cuando crezcan “aprendan su idioma”.

Pese a las carencias, la comunidad está arraigada a este lugar.

“Si no tenemos gas (vamos) pa’bajo a buscar leña”, sigue Nicsa, que tampoco tiene refrigerador en casa. “Nosotros estamos bien aquí”.

 

Con información de VOA